por Luz Mérida
Poco después de las dos, agotada, llegó a casa. Kath y Jim la recibieron preparados para su partida. Habían estado en el Teatro, y habían quedado encantados. Él, seguía durmiendo. Entró a despertarle, y cómo era de esperar, volvieron a engancharse. La lujuria se incrustaba entre los pliegues de las sábanas arrastrando el aroma a deseo por todas partes de la habitación, más allá de la grietas de la puerta. Follaron durante casi una hora. La cama chocaba contra la pared, los muelles chirriaban alcanzando a disimular los gemidos que expiraban a cada golpe de cinturas; la puerta, entreabierta. Se miraban excitados conscientes de que los chicos estarían expectantes.
Terminado el ejercicio de antes de almorzar y hechas las presentaciones, se asearon, recogieron y salieron los cuatro. Llevaron a Kath y a Jim a visitar otra ciudad encantadora que quedaba a pocos kilómetros de Martock. El viaje fue como jugar al trivial por primera vez, las preguntas y las respuestas fluían entre las letras de Kurt llevándolos más allá de las líneas de la carretera que el BMW Compact 320td color negro iba recorriendo a toda velocidad. Pararon a ver unos castillos a las puertas de Glastombury. El gris del cielo y el verde del campo hacían que la piedra brillara hasta alumbrar las imágenes de quienes en tiempos remotos anduvieron correteando por allí entre los setos y los olivares. Los chicos paseaban charlando mientras fotografiaban los rincones del más cuco de los castilletes, parecía hecho a la medida de una historia de cuento de hadas. Ellos, se escondían entre los muros de poto y parra que daban sombra en el jardín, se tocaban, se besaban, se miraban… El tiempo estaba detenido sobre sus cabezas, y, sobre todo, entre sus piernas.
La excursión continuó y el juego no pudo parar durante todo el día. En la oscuridad de los museos, a la luz de las rocas del medievo legado de conquistas y de reconquistas, intactas sobre la colina que alzaba a toda vista el centro de la ciudad…
A media tarde se despidieron de Kath y de Jim en casa de un amigo que había accedido plácidamente a darles techo aquella noche, antes de que cogieran el autocar hasta la costa, donde planeaban pasar los próximos tres o cuatro días. Cerraron la puerta del piso y bajaron las escaleras parando a meterse mano en cada descansillo. El camino hacia el coche fue un vano intento de enfriar las bajas pasiones que se derrochaban sin vergüenza ni paciencia por la calle. Frente a la puerta de la biblioteca, junto al hospital central, se comieron sus deseos sin saciarse; ni lo hizo todo el cóctel de palabras y tocamientos que, desde allí hasta el polígono industrial en que hubieron de parar, aumentaban el calor hasta empañar sin remedio los cristales.
A la luz del cuarto menguante que se dejaba ver entre las nubes, volvieron a follarse.
Retomaron el camino todavía entre suspiros y miradas de excitación. Aunque el viaje de regreso fue casi hasta el final tranquilo, al entrar por la rotonda del norte hacia el centro, de nuevo en Martock, alentados por la proximidad de las paredes que verían en minutos despojarse de ataduras su locura, volvieron a masturbarse.
Cinturón mal abrochado y medias enguruñadas, subieron las escaleras hasta entrar de nuevo en casa. Con el cierre del pestillo, saltaron como muelles las ropas de sus cuerpos, las manos de su escondite, y regaron de trastos asaltados cada baldosa que acariciaban paseando por los sórdidos abismos de sus fantasías. Gritaban, jugaban, reían a carcajadas… Y así, vaciaron sus almas de pudores y vergüenzas sobre sus tacones de charol negro… La noche estaba oscura, fría, húmeda… poco importaba…
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